«No hay coacción en la religión» (2:256) declara el Corán, una directiva clara que defiende la libertad y prohíbe la conversión forzada, y que los musulmanes llevaron consigo cuando la comunidad se expandió desde la península arábiga en la actual Arabia Saudí, difundiendo el islam desde los Pirineos hasta el Himalaya.
El Corán se opone categóricamente a los actos de violencia o agresión. No santifica la guerra, sino que afirma que la única guerra aceptable es una guerra justa de autodefensa. El Profeta Muhammad dijo: «La fe es un freno a toda violencia, que ningún creyente cometa violencia».
Con la conquista de La Meca, la actitud del Profeta sentó un precedente que fue crucial para la difusión del islam.
La primera comunidad musulmana había sufrido años de persecución y luego de exilio por parte de los líderes paganos de La Meca. Cuando el Profeta Muhammad finalmente tomó el control de su ciudad natal, en lugar de vengarse, mostró misericordia con la gente que lo había oprimido durante años. Impresionados por su clemencia y por los principios islámicos, muchos de sus enemigos se convirtieron voluntariamente al islam.
Tras la muerte del Profeta en el año 632, los califas posteriores no consideraron las conquistas como un mandato divino para difundir el islam por la fuerza. Las guerras de expansión fueron políticas y pragmáticas para asegurar la supervivencia y la unidad de la comunidad musulmana.
Una década después del fallecimiento del Profeta, los musulmanes llegaron a dominar Siria, Egipto, Palestina y Mesopotamia (actual Irak). En otros diez años, derrotarían con éxito a dos potencias mundiales: los Imperios persa y bizantino.
Con el establecimiento del Imperio islámico, los musulmanes convivieron con personas de otras creencias.
Los judíos, los cristianos y los zoroastrianos eran súbditos protegidos. En parte, gracias a estas libertades, durante dos siglos la mayor parte de la población del Imperio islámico no eran musulmanes.
Los musulmanes ganaron territorio no tanto por la lucha sino por la diplomacia, con ciudades enteras que se rendían gracias a generosos pactos. Cuando el califa Umar tomó Jerusalén en el año 632, ordenó que se protegieran los santuarios cristianos y restableció el orden en el recinto del Templo judío, que había caído en el abandono bajo mandato bizantino.
El orientalista británico De Lacy O'Leary escribió en 1923 que «la leyenda de musulmanes fanáticos que arrasan el mundo e imponen el islam a punta de espada a las razas conquistadas es uno de los mitos más fantásticamente absurdos que los historiadores han repetido».